Hay algo en la sencillez que atrapa y molesta de la misma forma, como pasa con Jonathan Calugi. Atrapa, porque, claro, va sobrado de calidad estética, calidez humana y un intrincado equilibrio de líneas y formas. Molesta porque es inevitable sentir un pequeño pinchazo de «cómo no hice yo esto antes», de «a mí se me podría haber ocurrido». Y sí. Pero no. El mérito es de Calugi, sencillo, pero para nada simple.